Somos animales terrestres y nos reproducimos por fecundación interna. Eso es así; biológicamente es así y ya está. Pero a mí a veces me gusta pensar más allá, imaginar otras posibilidades que no se han dado, pero quién sabe si por otras rutas de la evolución no podrían haber surgido; o puedan aún surgir, en otro lugar o en otro tiempo.

Somos animales, como digo, de fecundación interna y esto es, para quienes no recuerden la lección de ciencias, que la unión de los gametos que permite la reproducción se produce dentro del cuerpo de uno de los individuos, generalmente de la hembra. Esto puede tomarse como una mera particularidad, pero ¿qué pasaría si no tuviéramos esta particularidad? Nunca lo habéis pensado, ¿verdad? (y si es que sí, comentad este post y ¡contadme!).

La primera cuestión a la que nos lleva la fecundación interna es a la necesidad de que tenga que haber una cópula entre los individuos para que se produzca la fecundación y, con ella, la reproducción. Para animar a los individuos a practicar la cópula, la naturaleza nos dota de atracción sexual. Y es la atracción sexual, combinada con un buen cóctel de hormonas en mentes dotadas de emociones (esto, dicho de forma simplificada), la que nos lleva a enamorarnos. Es decir, que la fecundación interna es en gran parte responsable de que tú hayas suspirado o te hayas mordido el labio inferior cuando ese chico o esa chica te ha sonreído al salir del vagón de metro. Y dirás tú: “Pues muy bien… ¿Y?” Ahora yo te propongo quitar esa premisa, hacer el ejercicio de pensar que la naturaleza no hubiera decidido convertirnos en animales de fecundación interna y que siguiéramos como los peces primitivos y muchos peces actuales, reproduciéndonos por una simple reunión en la que machos y hembras sencillamente esparcen gran cantidad de sus gametos a su alrededor en un medio en el que hay alta probabilidad de que muchos de ellos se unan para formar futuros embriones. En nuestro caso, a día de hoy, el medio es el aire y no el agua, y probablemente la forma tendría que ser distinta o tendríamos que hacer como algunos anfibios: depender del agua para realizar ciertas funciones, pero eso no son más que pequeños ajustes que a la naturaleza (muy creativa, ella, en mi opinión) no le supondrían impedimento.


Pongamos que, como digo, la unión de gametos no necesita de cópula. En este hipotético contexto, los individuos solo necesitarían saber que hay un lugar al que pueden ir a “depositar” sus gametos; y no hay deseo sexual, puesto que nadie precisa de un contacto íntimo con otro individuo para que la naturaleza se asegure de que la especie se reproduce. “Un momento, un momento…”, podría interrumpir algún escéptico. “Pero hay peces con fecundación externa que forman bancos de apareamiento y en ellos sí se da contacto de los machos con la hembras; es una estimulación para que las hembras desoven”. Sí, en efecto, pero ¿quién nos dice que la evolución no puede ir hacia otras formas de fecundación interna? Una en que tal vez la atracción sexual y la pareja hayan quedado como un reducto de nuestros antepasados más arcaicos; y en la que no tengamos la necesidad de unirnos a otro congénere para la cópula, sino solo el instinto de soltar los gametos cuando un número considerable de otros individuos de ambos sexos estuviera próximo a ti, algo así como ganas de hacer pis cuando oyes cerca un chorro o un curso de agua.

Y perdidos el deseo sexual y la búsqueda del cortejo, ¿cómo nos relacionaríamos? Porque cabe pensar que los individuos seguirían buscando relacionarse, por supuesto, pero ¿sería de otros modos? Seguramente permanecerían la amistad, el compañerismo, el altruismo (el egoísmo también, claro; no estoy hablando de una utopía). Pero ¿qué sería del quedar con los amigos? ¿No planearíamos esos días de salir a ligar? ¿Nos preocuparíamos de la imagen? “Hombre”, me diréis, “uno no solo se acicala para gustar a los otros”. Pero es que probablemente no existiría ni siquiera el concepto de belleza tal como lo conocemos; ni lo que asociamos con lo atractivo, lo simétrico… Cuesta imaginarlo, ¿verdad?

No habría San Valentín ni existirían las comedias románticas. ¿Y qué sería de la tele? ¿De qué hablarían los programas del corazón? Tal vez coparan el prime time los debates sobre otros temas radicalmente distintos, por ejemplo, la meteorología, y los contertulios se enzarzarían en discutir si la borrasca “X” pasará rozando la cornisa cantábrica o entrará de lleno para instalarse sobre el valle del Ebro.

Lo más “sexual” que haríamos sería reunirnos en esos bancos de apareamiento, esparcir nuestra carga genética e irnos después a tomar cañas, sin absolutamente ninguna tensión sexual y sin importarnos cuántos de nuestros espermatozoides u óvulos conducirán a una fecundación exitosa; la batalla se libraría en la piscina de aguas turbias donde dejáramos nuestras células reproductoras; sería de ellas (y no nuestra) la carrera competitiva en la que demostrar cuáles tienen mayor valía genética para sacar un embrión adelante.

Después, los que terminaran siendo embriones viables, probablemente requerirían de una cierta incubación. Aquí, ante la ausencia de progenitores definidos, ya entra en juego un orden social (con esto no tendríamos problema los humanos; se nos da de maravilla “ordenarnos” en sociedades). Quizá hubiera un empleo que consistiera en cuidar de los embriones en desarrollo, algo así como los “nanis sociales”; o, dentro de una idea más arriesgada, tal vez las incubaciones evolucionaran a períodos más largos y se destinaran a ese fin estancias o centros-incubadora, donde los embriones o pre-humanos se criarían durante años, cual grupos de geranios en un invernadero, bien custodiados, y adonde irían los vecinos de la comunidad a visitarles, cuidar de ellos y darles todo su cariño. “Hoy vamos a mimar a nuestros pre-retoños”, dirían los vecinos en el ejercicio de su responsabilidad afectiva por la fertilidad comunitaria. Y aquellos pre-retoños no saldrían de su jardín-incubadora hasta haber alcanzado algo así como su pubertad, cuando ya fueran autónomos motriz y nutricionalmente, para terminar de formarse fuera y establecer sus relaciones sociales, en su último peldaño hasta la edad adulta.

Todo esto puede sonar irreal, fantasioso…, hasta puede tener su punto de parodia, pero se me podrían ocurrir (a mí, y apuesto a que a vosotros también) multitud de formas de vida a consecuencia de esta premisa de la fecundación externa; distintas y diversas ramificaciones o derivaciones que podrían llevar a mundos más o menos sostenibles, pero no por eso más improbables que el presente (que desgraciadamente no goza de mucha sostenibilidad).

Y es que la naturaleza nos programa, pero la evolución nunca se detiene y sigue modificando el devenir de las especies hacia futuros muchas veces insospechados. Es decir, la naturaleza nos programa, sí, pero ¿somos reprogramables? Igual que el delfín y la ballena (y todos los cetáceos, en general) proceden de especies que hace mucho tiempo evolucionaron desde el mar hacia la tierra para dar lugar a todos los mamíferos terrestres y luego algo hizo a algunos de ellos volver a probar en el mar y readaptarse a la vida acuática (manteniendo cosas de su condición de mamífero, como la gestación y el hecho de ser vivíparos), ¿no podría el ser humano evolucionar hacia una forma de vida de animal civilizado de fecundación externa? ¿Una sociedad en la que prime la conciencia de grupo sobre el anhelo de tener pareja y los hijos no respondan al deseo arbitrario de dos congéneres, sino al mero impulso de perpetuación de la especie?

No sé… Solo pensaba en alto. ¿Te atreves a hacerlo tú también?